martes, 24 de junio de 2003

El discreto encanto de las horas punta. Ángeles Arévalo



EL DISCRETO ENCANTO DE LAS HORAS PUNTA

autor: Ángeles Arévalo



Hacía mucho, mucho calor. Cuando sudaba tanto, mi sexo olía siempre de una forma especial; aunque acabara de salir de la ducha. Olía a almizcle, a hendidura salada en la piel, una sal casi dulce brotando entre rizados pelos desde poros recónditos, zumo de mi cuerpo, una humedad íntima y penetrante que excitaba mi deseo. Me gustaba olerme cuando estaba solo en casa y el bochorno se cerraba sobre la ciudad. Hubiera querido poder abrir mi bragueta y aspirar un golpe de mi propio olor que borrara el resto de los olores humanos -excepto el de ella-, que se entretejían en la atmósfera viciada del autobús, formando una masa calculada de aire en la que dejaban sus residuos, de desodorantes o de inmundicias corporales, todos los ocupantes del vehículo anulando el mío. Mi olor perdido, indefinible y obsesivo olor a sexo, que la presencia de la mujer sin duda estimulaba a ser producido desde mis glándulas.

Ella también sudaba, aunque el aroma que desprendía su cuerpo aún dejaba ligeras evidencias en el aire de algún perfume caro y duradero. Yo tenía la polla firmemente pegada a su trasero, como todos los días, a las dos y media de la tarde, desde hacía dos meses. Justo desde que se echó encima de la región aquella ola de calor. Subía al autobús dos paradas después que yo. Siempre a esa hora punta, cuando iba tan lleno de gente que el ambiente era irrespirable y uno perdía la noción de sus propias emanaciones corporales entre las de aquel tumulto de personas cansadas, sucias y sin resuello, que volvían a casa después de una dura jornada de trabajo o de estudio.

Yo subía en la parada de la facultad, y ella un kilómetro más abajo, frente a un núcleo de edificios altos e impersonales de oficinas, tiendas exclusivas bancos y empresas contables. Podía ser una oficinista, la empleada de alguna boutique o una secretaria, quizá una ejecutiva reacia a usar su propio coche, quién sabe, podía ser cualquier cosa, hasta un ama de casa aburrida que salía por la mañanas a hacer compras o a engañar a su esposo. Nunca la había visto en mi línea de autobús hasta dos meses atrás, justo cuando comenzó el calor.

De lo que no tenía duda es de que tenía clase, esa elegancia que se resiste a desaparecer aún cuando quien la posee adopta posturas ridículas e indignas, como las de la fornicación o la evacuación de los intestinos, que no deja de hacerse patente ni cuando, esa misma persona, se deja sobar anónimamente en un rincón maloliente de un autobús urbano, rodeada de ocupantes vocingleros y vulgares, fatigados. Tenía clase. Y elegancia. Alta, de pelo suelto castaño y suave. Cada día un vestido diferente. Y un culo precioso.

Se habría paso hasta el final del autobús, donde yo aguardaba su aparición todos los días laborables. Mis ojos oteaban con impaciencia por encima de las cabezas amontonadas en los pasillos y asientos, y no suspiraba tranquilo hasta que, después de reiniciarse la marcha en la parada donde ella subía, la veía avanzar dificultosamente hasta mí, a golpe de caderas, balanceándose premeditadamente sobre sus tacones en la estrechez del pasillo congestionado de gente. En una ventanilla, al lado de la última puerta del fondo del vehículo, se colocaba delante de mí, de espaldas a mi cara, y agarraba con fuerza la barra del techo con su mano derecha mientras con la izquierda sostenía un enorme bolso cuadrado sobre su hombro. Yo comenzaba a acercarme a ella, muy lenta y morosamente los primeros días, hasta que advertí su evidente complicidad en el juego y traté de no perder el tiempo con preámbulos inútiles.

La raja de su trasero se amoldaba perfectamente a mi paquete, parecíamos hechos el uno para el otro. Yo la olía, desde su cuello manaban pequeños glóbulos rebosantes de su olor. Perfume francés mezclado con las emanaciones de su ropa algo arrugada, ajada tras una mañana agotadora, y las de su propio sudor en la canícula del mediodía.

El autobús trotaba, daba saltos y vibraba; y nuestros cuerpos se agitaban al unísono a merced del vaivén del vehículo. No podías oír ni tus propios pensamientos entre la algarabía de conversaciones, toses, murmullos y exclamaciones de los viajeros, y el ruido exterior del tráfico infernal de las horas punta.

La verosimilitud de aquel culo, su asequible corporeidad me había turbado desde el comienzo de nuestra extraña aventura. Al principio sólo fueron roces, apretones silenciosos y furtivos, tan fugaces que dejaban sobre mi sexo la sensación de un vacío inmediato tan frustrante que la misma caricia era casi dolorosa. Mi pene temblaba con pequeños latidos de voracidad, de insatisfacción, y debía aguardar a llegar a casa para masturbarme en el lavabo, aferrado al recuerdo de los tactos insuficientes que se habían producido entre mi bragueta y el culo de la bella desconocida.

Pero hasta las quimeras toman forma tangible. Lo que uno ha gustado en un sueño, por un instante, puede tomar cuerpo un día en un sinfín de repetidas sensaciones inesperadas, por un regalo del azar. Y así me ocurrió a mí.

Yo me estiraba hacia arriba, era más alto que ella, le sacaba toda la cabeza y aprovechaba mi estatura para empinarme y, después, deslizarme lenta, muy lentamente, hacia abajo por su cuerpo, rastreándola con la pelvis, como si la tela de mi pantalón poseyera papilas gustativas, sensibilidad olfativa, don de la geometría sobre su espalda y sus glúteos. Al bajar, hacia su cintura, me apostaba en ella unos instantes, me rebullía y apretaba contra la mujer. Mis testículos se aplanaban como blandos caramelos de cera, porosos y huidizos, y mi polla se estiraba hacia arriba, con grandes dificultadas, bajo mi bragueta. Ella mantenía firme el cuerpo y curvaba ligeramente la espalda, dejándose hacer como una mansa gatita, podía sentir los ronroneos de placer de su cuerpo, vibrándole por dentro, haciéndose eco y golpeándola en el costado, al otro lado de donde yo la tocaba de una forma incansable y secreta.

Su mirada permanecía fría, absorta, indiferente. A veces podía ver su perfil y nada denotaba que se sintiera ardiendo por dentro, pero, evidentemente, lo estaba. Yo lo sabía. Podía olerlo. Su ansia, su impaciencia, su indolencia complaciente de mujer ardiente pero distante. Nadia alrededor, en la masa confusa de cuerpos por el movimiento irregular y salvaje del autobús, parecía darse cuenta, excepto yo, de que estaba deseando un hombre. Tal vez a mí.

Cuando el conductor tomaba una curva a demasiada velocidad, yo la comprimía con mi peso contra el cristal de la ventana de socorro, y sus tetas se pegaban al vidrio plácidamente, igual que arcilla inestable. Mi sexo se endurecía entonces, se abultaba, la codiciaba a ella sin vestido, sin prendas interiores, sólo con su piel sudorosa, con la espalda desnuda, con la cara frente a mi cara, echándome el aliento entre los dientes y mezclándolo con mi propio aliento.

Algún día me la imaginé provechosamente ataviada con un sostén sin pezonera, con dos garbanzos de carne rosa y jugosa asomando en el centro justo de la prenda, pidiéndome, rogándome que la mamara, con las piernas muy abiertas, sus labios íntimos irregulares, de piel clara y curiosamente retorcida, mezclados con mis labios, y mi lengua tentándola apasionadamente, entre mis muelas su sabor, su olor a perfume de lujo, su coño de lujo entendiéndose con mi boca. Las bragas tiradas por el suelo de un apartamento exquisito, que quizá yo había visto por casualidad en algún anuncio televisivo, y que acudía absurdamente a mi memoria como el escenario natural donde la mujer se me entregaría. Sus axilas sin vello y sus brazos largos rodeando mi cuello. La había soñado pidiéndome locuras. Yo la complacía incesantemente. Ella y yo perdidos en el tiempo, los dos aislados en algún lugar inconcreto, encerrados entre nuestros olores y nuestros ávidos sexos. Ella se ponía a cuatro patas delante de mí y agitaba en culo. Yo la tomaba por detrás. Rápido. Fuerte. Rodábamos por el suelo, y le mordía el cuello, le dejaba la piel maltrecha con mis incisivos debajo de la nuca. Luego tocaba sus pechos, su sujetador agujereado. La chupaba hasta lo intolerable, gemía de gozo entre sus pechos acogedores y olorosos, sanos, con la piel transparente y una fina película de sudor tibio cubriéndolos.

Ese día hacía mucho calor, más que nunca, o eso parecía. Agarré los libros en la mano izquierda, apoyé mi hombro derecho contra la pared del autobús y pasé descuidadamente la mano por debajo de su axila. Ella apenas se movió, pero pude notar como sus hombros se relajaban bajo el efecto de una espiración conmocionada. Allí estaba, como yo lo había imaginado. Redondo y mórbido, pero firme, cabía en la palma de mi mano. Me acerqué más a ella desde atrás, rodeándola contra mí. Desde la acera, al parar en un semáforo, pude ver los ojos entusiasmados y sorprendidos, algo escandalizados también, de un viandante de mediana edad que se fijó accidentalmente en mi maniobra, y que me miró, entre envidioso y reprobador, y continuó su camino finalmente. La tenía en mi mano. Podía sentir su respiración suave, casi imperceptible, en las yemas de mis dedos. La tela de su blusa era fina, de tacto delicado, como de seda, y el dibujo de otro tejido, el de su sujetador, se traspasaba por ella hasta mis dedos como un mapa en relieve de unas islas remotas y exóticas. Busqué el pezón y mi dedo pulgar lo halló al momento, substancial, sensitivo, circular cual una canica pequeña y elástica. Se arrugó y endureció igual que un escarabajo que se protege de un contacto inesperado encerrándose en sí mismo, redondeando su masa hasta ser una esfera dura y mínima. Lo acaricié formando pequeños círculos con la punta del dedo y el cuello de la mujer se estiró por un instante, su pelo rozó mi nariz y mis labios, y mi pene buscó una salido urgente en el pantalón.

Una señora rezongó cerca de nosotros y, para protegernos de las miradas curiosas, puse los libros, a manera de escudo, entre sus caderas y las mías, mientras que ella hacía otro tanto con su bolso en la parte superior de su cuerpo. Alejé la mano de su seno, y pospuse tan delicioso objetivo hasta unos instantes más tarde. Con la misma mano tanteé en su falda, buscando una cremallera o algo que me facilitara un rápido acceso a su piel, a su trasero adorable. Encontré el camino después de palpar a ciegas, la cintura era elástica y fue fácil penetrar dentro de la prenda. Mirando disimuladamente a mi alrededor por si alguien advertía lo que hacía, metí la meno y encontré su culo contraído y redondo, como un melocotón partido dulcemente por la mitad, sudaba y su piel era resbaladiza. Acaricié la raja del culo hasta el coño, debajo de las bragas, con dos dedos, los saqué y los olí. Incluso allí olía a perfume, junto a ese olor femenino a sexo tibio y anhelante.

Me abrí la bragueta con precaución y saqué mi polla. Traté de colocar a la mujer, sus pies sobre mis pies para que se elevara un poco, ligeramente inclinada hacia delante para facilitarme el acceso a su coño. Ella se dejaba hacer, inmutable y aparentemente tranquila. Sólo un leve jadeo la delataba de cuando en cuando. Su cintura se doblegó, mimbreña y dócil, como la de una muñeca articulada. El constante traqueteo del autobús dificultaba enormemente mis maniobras, pero hacía a la vez más emocionante la operación pues, las trepidantes oscilaciones a que nos sometía, sustituían al meneo lógico de dos cuerpos que se acoplaban y nos evitaba, al menos a mí, el tener que agitarnos voluptuosamente. Era una fuerza motriz tan erótica como la de mi pelvis hubiera podido serlo. Cuando conseguí cogerle el truco al movimiento del vehículo, y pude ser capaz de adaptarlo a mis intenciones, incluso me sirvió de ayuda u, en un bache inesperado, el salto que dimos me hizo penetrar a la mujer con un impulso seco y definitivo. Los libros y su bolso parecían suficiente escudo protector contra los intrusos que nos rodeaban y bufaban a nuestro alrededor y, en cualquier caso, estábamos tan cerca y tan apretados unos contra otros que hubiera sido casi imposible distinguir lo que ella y yo hacíamos, de costado contra el metal del autobús, aún más calientes que el resto de los viajeros, muy juntos uno contra otro.

La tenía dentro y ella simulaba doblarse bajo un peso imaginario en sus espaldas, para hacer más fácil la postura. La marcha del autobús nos mecía, accionaba mi polla dentro de ella. No me atrevía a sacudirme por temor a salirme, después de todo el trabajo que me había costado entrar, y opté por dejarme llevar por el balanceo del coche. Pero la mujer, a quien yo mantenía agarrada por un pecho, comenzó a contorsionarse a izquierda y derecha, podía ver la tensión acumulada en su cuello, parecía que su piel estallaría en un momento de forma inesperada y, por algún intrincado mecanismo, los dos nos derrumbaríamos al unísono, como dos marionetas que penden del mismo hilo, ya roto.

Su brazo se cerró sobre mi antebrazo y yo supe que debía aumentar la presión de mi dedo sobre su pezón, irritarlo en círculos infinitos, cansinos, inagotables, para que ella sintiera una corriente de placer desde el pecho al cerebro, dimanando en finos alfileres de una sensación electrizante, humectante y hermosa.

La postura era tremendamente forzada e incómoda, casi todo el peso de la mujer pendía de mi brazo, permitiéndole así concentrarse únicamente en el esfuerzo de su satisfacción, que la tensión física de ayudarme a mantener nuestra posición hubiera disminuido.

Pude darme cuenta de que apretaba fuertemente sus piernas, la una contra la otra, contrayendo todos sus músculos para provocar el orgasmo. Su vulva se cerró sobre mi pene igual que una flor carnívora huyendo de la luz, noté la contracción de su carne envolviéndome, su culo se endureció y el sudor aumentó por su piel a consecuencia del esfuerzo. Contuvo la respiración, por segundos fue como una estatua caliente e inamovible, paralizada en un gesto de ansia desesperada, concentrada en la tarea de dejar brotar por el cuerpo su ardor, de ayudar, poniendo en ella cada uno de sus nervios, a que emergiera el placer desde su vientre, placer enmarañado, vehemente, extendiéndose por toda ella.

Luego sus hombros se aflojaron, abatidos, y su cuello se volvió débil ante mis ojos, descargado por fin del esfuerzo a que había sido sometido minutos antes. Supe que se había corrido, sin apenas necesitar más movimiento que el del autobús viejo, de mala suspensión, ruidoso, ajeno a nuestro acoplamiento y cómplice involuntario de él.

Nunca pronunciamos ni una sola palabra. Ni un murmulla, ni una frase morbosa rezongada entre dientes, ni una pequeña señal que delatara que lo que sucedía era real, que ambos existíamos el uno para el otro. Nada. Una total mudez. Como dos esclavos adversarios que se ignoran mutuamente mientras se aman para diversión de su amo.

Un hombre mayor se apeó a duras penas, al final de un grupo de viajeros, usando la puerta ante la que la mujer y yo estábamos apostados. La empujó un poco a ella que se apretó contra mí. Mis pelotas se rozaron y lastimaron contra la cremallera abierta del pantalón, y la polla se me escabulló de su envidiable y huidizo escondrijo. La restregué contra la cintura de la mujer de forma desordenada, lánguida, husmeando lentamente sobre el final de su espalda por el gusto del roce, de la caricia, del simple contacto. No esperaba mucho para mí, dos paradas más adelante la mujer se bajaría del autobús, pero me sentía satisfecho con la satisfacción de ella, con su placer. Con aquello me bastaba. Por eso decidí entretenerme explorándola con mi miembro, sin prisas, buscándola con la punta, dejándole mi olor sobre la piel como un recuerdo, un tatuaje volátil, tierno y fragante. Mi olor.

Sin embargó su mano se estiró hacia atrás y penetró entre su culo y yo. Se arregló la falda como la fue posible, remetiendo la blusa por dentro de la cintura, y, después, se dedicó a tocármela. La estiró con unos dedos sorprendentemente fríos, de tacto anfibio casi, unos dedos que provocaron en mí una sensación equívoca, una especie de escalofrío sofocado. Sus dedos atraparon mi sexo, lo arrebujaron y comprimieron, apretaba y soltaba, y volvía a apretarme con una fuerza inaudita. Su mano delicada me amasó, me torturó refinadamente, como nunca se me hubiera ocurrido que pudiera ser tocado. Fue mi delicia. Eran unos dedos mansos y fríos, sabios.

Conseguí arrancar la polla de entre ellos justo a tiempo para atrapar mi esperma en mi propia mano. Hinqué la cabeza en su cuello y allí suspiré, le ofrecí el sonido de mi goce, mi respiración honda, contenida, al ritmo de mis espasmos de placer. La mujer se mantuvo quieta y segura, soportando mi peso desmoronado sobre su hombre. Mi aliento mojándole suavemente la oreja. Y mi mano empapada humedeció mi bolsillo.

Quise darle un beso, un beso interminable en el cuello, pero no pude.

Sin darme yo cuenta nos habíamos situado cara a las puertas automáticas del autobús, puestos en fila los dos, uno detrás del otro como deponiéndonos a bajar en la siguiente parada. Mi cuerpo apretaba con fuerza, pues me sentía agotado y flojo, pesado como un saco de arena. Empujaba a la mujer contra las puertas que, inesperadamente y para sorpresa e incredulidad mía, se abrieron de golpe.

Yo conseguí asirme a tiempo a una barra lateral y, por fortuna, no salí despedido. No así la mujer.

Traté de gritarle al conductor que, sin darse cuenta de lo ocurrido, volvió a cerrar las puertas y a reanudar su marcha como si nada hubiera pasado.

Recuerdo que, en aquella última imagen que guardo de mi bella desconocida, caída de bruces sobre una acera polvorienta, con el culo al aire, enseñando la bragas y con el pelo alborotado, sí se echaba en falta algo de su antigua elegancia.

Los pasajeros, a mi alrededor, comenzaron a lanzar improperios contra los transportes públicos y yo, abstraído de todo lo que acontecía, tuve conciencia de que se iniciaba una nueva etapa de mi vida: la de manoseador de culos en metros y autobuses. Pues nunca jamás volví a encontrarla a ella.
 
25/08/2003

lunes, 23 de junio de 2003

La una y mil noches. Alejandro César Álvarez


    

"LA UNA Y MIL NOCHES"

                                                                      (Un cuento sobre Bagdad)

Desde las copas de los árboles los pájaros sacuden su vigilia en direcciones contrarias. En el mar se confunde el canto de sirenas con el grito de las bestias al parir sus desgarros.

Abajo, una pequeña casa sin patios ni jardines va acumulando sus ropas sucias con una sed desesperante. Rash parece enloquecer ladrando al cielo sin saber qué ocurre, recostándose exhausto a un costado de la cama, jadeante de cansancio. Entonces, se abrieron los fuegos. Los hombres gritan y las mujeres lloran. Todo es confusión y terror. Por un instante ya no hay más cantos, ni sirenas, ni nada. Rompe el estruendo.

Los niños abrazan los vientres exclamando: ¡Mamá! Es ahora cuando las mujeres gritan y son los hombres los que lloran. La naturaleza parece añorar su cordura. Un olor penetrante e irreconocible ingresa por las pequeñas ventanas de madera. Los ojos oscuros y rasgados de una mujer improvisan un cuento en el que los ángeles se enojan y pelean porque alguien se portó mal. Todas las noches se repiten idénticas.

Un desquicio de una y mil noches. Viejas imágenes en forma de hongos se elevan hacia los infiernos, desde lo más negro e inflamable de los pensamientos humanos. Por fin y con un gran esfuerzo, amanece. Nahyra tiene siete años. Sus únicos juguetes son una muñeca hecha de trapo y papel, además de un pequeño castillito de arena junto a la puerta del fondo, al que cuida celosamente porque dice que ahí vive el alma de su papá. El día transcurre recogiendo los restos de lo que falta. La puerta de la casa se abre y se cierra hasta el cansancio reconociendo y reconociéndose en el rostro desesperado de los vecinos. Al caer la tarde Nahyra toma su muñeca y comienza a rezar junto a su familia, en tanto Rash observa inquieto todo aquello que se mueva un poco más allá del techo de la casa. Ya es tarde y los presuntos ángeles nuevamente se enojan. Vuelven las sirenas. En un instante, la luz lo abarca todo.

El brillo sobre la casa se hace cada vez más incandescente y el ruido ensordecedor. Aquellos ojos rasgados abrazan todo lo que pueden. Nahyra se ciñe a su muñeca como único refugio y la palabra Dios resuena en todos los idiomas. Rash con el rabo escondido busca cobijo en las polleras de su dueña. El castillo y las arenas vuelan por los aires y con todas las almas. Ya no hay más puertas, ya no hay más fondo, ya no hay atrás. Sólo trapo y papel emanando humo, aferrados por un par de pequeñas manos inocentes. Entre tanto en otro lugar de la ciudad, un olor penetrante e irreconocible ingresa por las pequeñas ventanas de madera. Allí vive Ahmed, que con sus escasos cinco años, comienza la noche rezando junto a los ojos oscuros y rasgados de su madre.

Muy cerca de él hay una pelota de goma con la que mañana, antes de partir hacia la escuela, anhela jugar por un rato con su gatito. Aunque interrumpiéndolo todo, el resplandor del amanecer hoy parece haberse anticipado varias horas, más feroz y vertiginoso que nunca, precipitándose definitiva y rabiosamente esta noche sobre su casa.

ALEJANDRO CESAR ALVAREZ.-  23-03-2003    ARGENTINA-  alecesar008@yahoo.com.ar


  
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martes, 17 de junio de 2003

En la sala de manicura. Nicolás Ximénez

EN LA SALA DE MANICURA

 
Te quiero amor. Yo también te quiero.  Estamos en esa etapa maravillosa y perfecta donde todo nos parece, sin lugar a dudas, eterno. Él, como otras tantas tardes, tórridas, sin ganas de nada debido al excesivo calor, se quedó echando una siestecita con el aire acondicionado puesto, soñando, seguro que sí, porque tiene una cara feliz, la de un hombre satisfecho. Yo, a todo correr, me preparaba para ir al salón de belleza, le prometí que iría  muy temprano, decía que habían venido muchos turistas y a todos les daba por ir a la peluquería o pedían cita para hacerse una limpieza completa, así que deseaba ir a la hora recomendada.
En el reloj de la escalera daban las cuatro y veinte cuando toqué al timbre.  Me abrió una chica nueva, Susana, dijo que estaba sustituyendo a Pepa, la chica que siempre me atendía, porque se había puesto enfermo un familiar. Muy educada me preguntó si no había inconveniente en que fuese ella la que me atendiera. Con cierto rubor porque había quedado, hacía ya un mes, para hacerme una limpieza completa. Teníamos billete de avión para Tenerife, hotel con playa nudista, y no quería parecer un oso polar del sur de España.
Bueno, le comenté, eres una profesional, así que no  hay problemas. Cuando tu quieras me avisas y paso. Me miró de arriba abajo y con una sonrisa, que me pareció algo impúdica, se retiró para aparecer cinco minutos después con una bata blanca, pelo recogido y sandalias a juego, pidiéndome por favor que pasara, que todo estaba listo.
Como siempre, la habitación estaba decorada de forma acogedora para que las mujeres que pasábamos a diario por semejante tortura no deseáramos salir corriendo. La chica había puesto además unas velas aromáticas que olían muy bien. Me ayudó a desnudarme hasta la cintura. Mientras movía la cera, con cierta parsimonia, me habló de una nueva crema, para antes del depilado que suavizaba y abría los poros haciendo más fácil su retirada. Vale. Vamos a probarla. Le dije yo, que no me gustaba sufrir nada de nada. Pobres mujeres, me decía. ¿Porqué seremos tan fáciles de convencer?. Se untó las manos con una crema rosa que olía a madreselva y con suavidad me la fué echando por encima, empezando por las ingles. Ese masaje, inconscientemente me empezó a excitar. Intentaba pensar en algo frío, monótono, porque en la posición que estaba, se daría cuenta enseguida de cómo mi clítoris aumentaba escandalosamente de tamaño y mis labios se abrían como las flores en primavera. Ella me hablaba de los chicos que veía todos los días en la playa. Músculos bien formados, glúteos fuertes, morena piel, sanos cabellos, sus manos ahora subían y bajaban alrededor de la comisura de mis nalgas para después seguir subiendo hasta el monte de venus y volver a bajar...
La crema se absorberá enseguida. Nos llevará poco tiempo. Sin remedio, mi excitación iba en aumento. Con mucha maestría y destreza me empezó a eliminar el molesto vello . Se me escapaban gritos, quejas que ella remediaba pasándome la mano, abierta, acariciadora, sobre mi sexo, mitigando el dolor con el placer que sentía. Limpió todo con una nueva crema para retirar los restos de cera y una loción aromática, sin alcohol, para refrescar. Al terminar, dejó su mano abierta sobre mi sexo aún muy húmedo, acercó su cara a mi cara y me preguntó si me sentía bien. Abrí los ojos y le dije que si, que estaba bien. Entonces siguió acariciando, suavemente, pero con decisión, justo en la parte que más me gustaba, principio y fin de la vida, los labios, para después meter los dedos, sacarlos y volver a acariciar. Estuvo el tiempo suficiente hasta que notó que un flujo viscoso salía de mis entrañas, señal de que estaba satisfecha.
No hicieron falta palabras, ni besos, ni más caricias. Sólo una crema aromática, velas de colores de olores varios y destreza. Al salir del salón de belleza mis piernas, aún algo temblonas, respondieron al son de mis tacones altos que a duras penas me llevaron hasta el coche aparcado en el parking del edificio. Me prometí volver antes del siguiente mes...cuando volviera de mis vacaciones. ¿Seguiría aún allí?.

Un concierto. Nicolás Ximénez


Jugábamos a ser héroes en la gran montaña rusa un momento después del gran concierto. Todo nos parecía acorde con lo planeado apenas unas horas antes.

Mis tíos, ajenos a ese sentimiento primero que enfrentó nuestros cuerpos en el rellano de la escalera, le habían encargado mi cuidado y diversión, muchacha de provincias, de una familia venida a menos, cuando cerraron las minas de hierro. Unas vacaciones en la capital de España sería gratificante para esta alma despojada de caprichos, que se tendría que poner a trabajar sin haber acabado los estudios de bachillerato, dijeron sus tíos, convencidos de que en Madrid se lo pasaría estupendamente, antes de que la contrataran en la tienda de lencería.

Bajé a la plaza del barrio, quería jugar a la pelota o la rayuela con los amigos que había ido haciendo desde que llegué. Daba igual que fuesen mucho más jóvenes que yo, no estaba acostumbrada a sentirme sola. Al llegar a la plaza, sentado cerca de la fuente, libro en mano, estaba un chico, demasiado mayor para los demás niños, que me llamó mucho la atención.

Nos pusimos a jugar a balón prisionero, lo que aproveché para tirar con todas mis fuerzas de forma que le diera en los hombros para llamar su atención. Tan fuerte tiré que el libro acabó por los suelos. Corrí a pedirle perdón por el pelotazo, roja como la grana, pidiéndole disculpas sin parar. Recogió su libro con cara muy enojada y se fue.

Al ponerse el sol salí disparada, como otras tantas veces desde mi llegada a Madrid hacia la calle Arnedo, antes de que cerraran el portal, primero porque no tenía llaves y segundo porque era la orden que tenía de mis tíos mientras estuviera en la ciudad o me volverían a casa con mis padres. Al llegar a la altura del portal él, que llegó primero, hizo ademán de cerrar la puerta para no dejarme pasar. Empujé con todas mis fuerzas pidiéndole, por favor, que me dejara entrar o me llevaría una regañeta. ¡Y muy merecida que la tienes!. ¿Yo?, pregunté empujando la puerta.. ¿por qué?. He llegado a tiempo - protesté. No hay que tener tanto miedo a las grandes ciudades, total, seguro que aquí no pasa nada.

- Anda, por esta vez, te dejo pasar, pero que sepas que te la guardo hasta mejor ocasión.. El libro me lo has mojado y es un préstamo de la Biblioteca.

- Contra. No era mi intención. Se me escapó el balón. Además. ¿Porqué me haces a mí culpable, acaso fui yo?.

- No. Si encima será una embustera. Te he visto perfectamente.

- Pues no se cómo. No parabas de leer.

- Eso que te lo crees tú. Venga sube que aún me cabreo más.

Subí a todo correr las escaleras. Al llegar al segundo piso toqué a la puerta número 5. Él se me quedó detrás riéndose.

- Ahora me voy a chivar.

Mi tía abrió la puerta. Yo estaba horrorizada. Seguro que me enviarían para el pueblo. - Hola Ángel. Dame un beso. ¿cómo está tu madre?.- Horror. Encima se conocían.

-Pasa. Toma estas verduras y llevárselas a Tita. ¿quieres beber algo?. Hace mucho calor hoy.

Miré primero a mi tía, después al joven. No sabía a qué atenerme cuando mi tía dijo.. Almu, te presento a Ángel., es mi sobrino por parte del tío Julio y por tanto familia tuya también.

- ¡Ahora sí que me va a descubrir!, y por mala conducta, para ellos, claro, no para mí. Jolines, no había hecho nada, seguro que me enviarán a casa en el primer tren.

- Jugábamos a ser héroes en la montaña rusa un momento después del gran concierto. Todo nos parecía acorde con lo planeado apenas unas horas antes.

Entré a la casa y ahí quedó todo. Cuando mi tía pasó me dijo que había quedado con Ángel. para que me acompañara al Parque del Retiro. Estaba de vacaciones todo el mes y, según parece, no le importará hacer de cicerone para enseñarte Madrid. - Nos preparó unos bocadillos de tortilla, botella de agua fresca, una pieza de fruta para cada uno, con unos dineros que le dio a Ángel. para que nos divirtiéramos en el Parque del Retiro todo el tiempo que durara el concierto de Patxi Andion.

Buscamos asiento entre una multitud alegre mientras canturreaban sus canciones sabidas de memoria. Al fondo, en todo lo alto de las gradas, encontramos dos asientos continuos sobre la piedra dura y helada. Mis piernas lo percibieron sin rechistar, ya faltaba poco para que empezara el espectáculo y no había más sitio a la vista.

Un viernes, que no fue un viernes cualquiera. Dedicado a mí, quise responder con mis mejores galas, un vestido color caramelo, cortado a la cintura con frunces para dar mucho vuelo a una tela, muy a la moda, con unas sandalias de tacón haciendo juego sujetas a mis tobillos.

Las luces se van apagando, ya no queda más que los focos de los extremos de la concha que cobija el gran espectáculo. El escenario, completamente a oscuras, espera la figura que todos adoramos. De pronto un juego de luces, amarillas, azules, rojas, verdes, van dando forma a su silueta primero, para después iluminar a toda la orquesta que le acompaña.. Aplausos.. más aplausos con la gente en pie chillando: ¡que empiece!..¡ que empiece!

Ángel. coloca su bocadillo encima de la fría piedra y aplaude hasta quemar sus manos...Le miro con admiración.. Figura muy delgada, pantalón de pinzas marrón oscuro, pulover color marino cubriendo un pecho por el que asomaba un poco de vello.. Mentón pronunciando unos rasgos de muchacho generoso, avispado, "que promete mucho", según mi tía, muy bueno, que me cuidaría durante toda la actuación y me llevaría a casa sin problemas.

La música nos unió en un aroma común que recordaba las violetas de mi huerto... mareada miré hacia mis sandalias. Sentí su cuerpo a mi lado. Temblé toda, que no de frío y él pareció sentir algo parecido porque se abrigó hacia mis brazos, sin remilgos y , con una mano firme cubriéndome los hombros me dijo..¡ vamos a disfrutar del espectáculo!. La música limó las diferencias que pudieran quedar, él 31, yo 15, porque había algo que nos unía, la música.

Entre canción y canción, sus manos me tocaban, me abrazaba, me daban palmaditas en la espalda al compás del ritmo de la música. Atontada, unas veces lo miraba a él, otras al cantante acompañado de los gritos de la gente que llenaba el recinto.

Terminó el espectáculo muy entrada la noche. Me cogió de la mano para bajar todos aquellos escalones entre la multitud que esperaba al conjunto telonero, la "Polla Recor", que llegaría de un momento a otro. Pero a Ángel. se ve que no les gustaba porque sugirió, más bien me llevó hacia el parque.

- Tenemos bonos para las actuaciones y los cochecicos.. ¿entramos en la casa de los cristales?.

- Claro dije yo. Al poco de entrar, iríamos por la segunda habitación, vimos como se reflejaban unas figuras inmensas, gigantes, sobre nuestras cabezas. y unos gemidos retumbaban en el centro de la misma. Nos miramos. Ángel. se acercó a mí y me dijo que ya era adulta para ver aquello. Nos acercamos a la puerta y comprobamos como, de forma descarada e impúdica, una pareja hacía el amor entre los espejos pronunciándose su imagen sobre el entorno en un acto de amor gigantesco.. bello.

- Sentí placer. No sabía muy bien si era producto del que llevaba sintiendo toda la noche o simplemente que me gustó hacer de voyeur, pero me gustó. Temblé. Ángel, que se había sacado la camisa por fuera del pantalón, me cogió de la cintura empujándome hacia otra habitación. Nuestros cuerpos se reflejaban cuan figuras grecorianas hacia el infinito. Las siluetas se perdían hacia el suelo enlazadas en un supuesto lazo de múltiples colores. ¿Cómo harán esto? ¿Qué lindas no? Pregunté. Ángel me miró a su vez a los ojos y cogiéndome de la barbilla me besó en la boca metiéndome la lengua dulce, suave, empalagosamente tierna.. deseosa y húmeda.

No sabía como responder a ese beso que para mí era el primero. Alejó su cara un momento y comprendiendo me dijo.. déjate llevar, deja que tu cuerpo haga lo que quiera, tus labios, déjalos suavemente, no los aprietes.. relajate...

Me volvió a abrazar muy quedo, suavemente me fue. besando el cuello, el pelo, el lóbulo de las orejas, la nariz y bajó a mi boca que temblando esperaba ansiosa ese beso... correspondido, caliente, novato pero fiero, ávido de su saliva, su contacto dulce, profundo y eterno.

La miel de abejas de mil flores tienen el mismo sabor. Mi tía preparaba unos pastelillos de miel que me recordarán para toda la vida a Ángel., el chico que bailaba como un poseso la música de Patxi Andion mientras calentaba mi cuerpo con besos sedientos de otros besos. En aquél momento, mis besos.

Autor: Nicolás Ximénez 05/11/2004