domingo, 18 de septiembre de 2011

Nadábamos río arriba.

 
Nadábamos río arriba, durante toda la mañana. Al atardecer, irresistible puesta de sol entre las hojas de los álamos blancos. Su pelo, suave y rizado, prolongaba aquellos reflejos como grandes campos de espigas. La creciente luna sólo era un pequeño punto en el horizonte infinito. Sentados, en la roca blanca, agotados, nuestros cuerpos descansaban con generosa avaricia. Rosana volvió su pequeña cabeza, perfecta, hacía mí. Quería saber dónde pasaríamos la noche. Puse mi mano sobre su hombro derecho, aproximándola al calor de mi piel. Parecía que lo estaba esperando. Con un leve movimiento giró su pecho rozándome un instante. Sus pezones marcaban el punto de mi horizonte. Me sentía. Emerge de mí la ambiciosa necesidad de mis instintos más básicos. Me reclino y ella me acompaña. No dice nada a mis gestos. No pronuncia palabras. Un dedo, sólo mi dedo anular, recorre despacio cada peca de su piel morena, tersa y suave. Falta medio trayecto. Si conseguimos llegar a la alameda antes del mediodía, seremos los ganadores de este maratoniano trofeo llamado "La luz en la montaña". Hace un rato que la tengo entre mis brazos. Lo que en principio empezó con un sólo dedo, ahora es mi mano dibujando, pincelada a pincelada, los contornos de este pétalo de rosa.

Cobijo mi sombra, alargada, perdida entre la gran roca. Ella no se queja. Oigo su latido, pronunciado, profundo. Acepta. A la altura de su cintura, cierro un poco mis dedos, aprieto sus caderas, formas de mujer impaciente. Carraspeo un poco, trago el exceso de mi saliva y sigo el camino que dibuja un pie perfecto.

De vuelta, le abro un poco las piernas, sin obstáculos. Su cuerpo, como las hojas del álamo, se mueven al compás de la brisa que las empuja. Caliente. Muy suave y sedosos, mis dedos se han encontrado con el calor del sol entre sus muslos.

Están demoliendo mi carne. Excitado, levanto un trozo de su tela, sin tocar la cálida espesura. Bajó mi mano y no puedo dejar de entretenerme con el vello suave y ensortijado de su pubis, palpitaba su cuerpo, y quise seguir perdiéndome en esa selva, en ese río húmedo y cálido más abajo, los labios de su sexo, suaves y los dedos que buscaban penetrar esa suavidad, adentrarse en ese rincón dulce y oscuro que después abriría, a la par que los gemidos poblarían su boca.

Giro despacio, una y otra vez, acaricio ese don que se me ofrece cada vez más húmedo y caliente. Necesito poseerla. Aún es pronto para tomar tan preciado momento. Alargarlo es lo propio. Con mucho cuidado retiro mis dedos de sus oquedades, profundidad que me atrae tanto. Acerco mi boca, mi aliento lo siente en seguida porque se abre ante mí como la flor en la mañana. Su fragancia me dice que siga, a lo que acompaña su mano que toma mi cabeza y la acaricia. Entiendo el mensaje y le tomo con mi lengua el paladar de sus labios. Luego baja hasta meterse en las profundidades de la misteriosa tierra. Se contrae una y otra vez. Está disfrutando. Sé que le gusta. Mi pasión no podrá frenarse mucho tiempo. Su respiración me está empujando cada vez más a tomar lo que está ofreciéndome con tanto cuidado. Bajo mi bañador, lo suficiente, para dejar paso la fuerza de mi sangre que se abre paso sin resistencia entre una piel ardiente y suave.

Siento sus manos en mi espalda, y sus piernas rompen el aire para envolverme con lujuria. Se mueve una y otra vez, me empuja. Siento que tengo que acelerar el movimiento, profundo, sentirla muy adentro. Jadeamos. Grita y me habla por primera vez: Más fuerte. Sigue. No te pares. Pongo mi cara sobre su pecho, oigo su respiración y le pido una pausa. Control o estallo. No me escucha y sigue moviendo su cuerpo tan deprisa que estallo. Grito. Me sube encima. Ahora el viento mueve mucho más deprisa las hojas. Ella, absorta, sigue a la brisa. Jadeante reposa su pequeña cabeza sobre mi con una dulzura inmensa. Cansados dormimos sobre la roca. Mañana, que es ahora, se entregan los premios. A nosotros, los dos en uno, miramos el amanecer que se oculta tras los álamos. No nos importa el premio.

autor: Nicolás Ximénez      26 noviembre 2005
publicado en la revista Transparencias. nº 6,  Pág. 17 y 18